miércoles, marzo 28, 2007

Género y autoridad



No sé si se ha descrito ya en una Historia del Género la etapa 1945-1968 -pido perdón por esta laguna-, pero, aunque sólo sea basándome en mis recuerdos, me atrevo a afirmar que constituyó el último periodo de la historia de Occidente en que las categorías de género estuvieron establemente definidas y fueron compartidas e interiorizadas sin apenas contestación.



Durante esta etapa, la vida de las clases medias occidentales se articuló una vez más siguiendo un esquema dicotómico “masculino / femenino” que no ofrecía demasiadas fisuras y que se podía extrapolar a todos los ámbitos. El espacio público y el espacio privado constituían su correlato más evidente. La esfera masculina era el reino del trabajo remunerado, de la razón, de la ley, de la ciencia, de la política y, en definitiva, del espacio público. La esfera femenina era el reino de los sentimientos, de las tareas y cuidados domésticos no remunerados, de la excusa y la mediación, de las relaciones familiares e íntimas y, en definitiva del espacio público. Dios Padre y la Virgen María. La autoridad y la intercesión. La fuerza del intelecto frente al dictado de la emoción.


El rito de paso a la vida adulta estaba bien establecido: conseguir un trabajo y cobrar un primer sueldo. Con ese dinero se empezaba aliviando los gastos familiares y más tarde se conquistaba la deseada autonomía que permitía reproducir el modelo. Para los chicos, su padre constituía el referente clave. Era él quien presidía todo el proceso desde la distancia emocional que su posición de autoridad exigía. Papá era querido y temido. Representaba la norma, el camino recto, y su benevolencia no consistía tanto en excusarte como en darte una nueva oportunidad si te habías equivocado. El niño era contemplado como una mezcla inestable de impulsos desordenados y grandes potenciales, que sólo darían fruto si se le sabía hacer entrar en vereda. En eso consistía la educación, en no malograr a los niños permitiéndoles hacer lo que quisieran y caer presas de su descontrol. Por eso, a los niños consentidos se les llamaba maleducados. La escuela partía de los mismos presupuestos y se ajustaba al mismo modelo.



Papá podría estar más o menos tiempo en casa, pero su autoridad se mantenía incólume. Bastaba con que mamá amenazara con un “¡Ojo o se lo diré a papá!". Papá castigaba y hacía cumplir los castigos sin demasiadas contemplaciones. El vínculo padre-hijo no se fundaba tanto en el número de horas compartidas como en la nitidez con que ejercía su función. El padre era proveedor, legislador, juez y gobernante.


Sin embargo, este esquema dicotómico de relaciones empieza a tambalearse a partir de los 60. Analizar este cambio sería muy complejo y ahora sólo pretendo esbozar el proceso. Para ello seguiré a Ulric Beck (La sociedad del riesgo, 1986, Paidós, 2007).



Comenta Beck que la realización de la sociedad industrial del mercado comportó la supresión de su moral de familia, de sus destinos sexuales, de sus tabúes de matrimonio, paternidad y sexualidad, e incluso la reunificación del trabajo doméstico y del trabajo retribuido, arrollados por un proceso de individualización irrefrenable. En el modelo de mercado de la modernidad se supone la sociedad sin familias, ni matrimonios. Cada cual ha de ser autónomo, libre para las exigencias del mercado, con el objetivo de asegurar su existencia económica. El sujeto del mercado es en último término el individuo que está solo, no obstaculizado por la pareja, el matrimonio o la familia…Esta contradicción entre las exigencias de la relación de pareja y las exigencias del mercado laboral pudo permanecer oculta mientras se pensó que el matrimonio significa para la mujer la exclusión del trabajo, la responsabiliad sobre la familia y la “co-movilidad” bajo el destino profesional del marido. La contradicción surgió cuando ambos cónyugues quisieron ser libres para asegurar su existencia mediante la trabajo asalriado. Desde entonces los matrimonios han de buscar soluciones privadas, han de repartirse internamente los riesgos, han de renegociar constantemente horarios, funciones y responsabilidades, etc. …revientan las relaciones entre los sexos , que están soldadas con la separación de producción y reproducción y son mantenidas juntas en la tradición compacta de la familia nuclear con todo lo que esta contiene en comunidad, asignación y emocionalidad. De repente todo se vuelve inseguro:

  • la forma de convivencia


  • quién hace el trabajo


  • las nociones de sexualidad y amor y su inclusión en el matrimonio y en la familia


  • la institución de la paternidad se disgrega en padre y madre


  • los hijos, con la intensidad de la vinculación que contienen y que ahora se está quedando anacrónica, se convierten en los únicos compañeros que no marchan


  • comienza una lucha y una experimentación generales con “formas de reunificación” de trabajo y de vida, trabajo doméstico y trabajo retribuido, etc. En estas circunstancias el matrimonio se convierte en un proyecto especialmente vulnerable, porque nada está dado de antemano.


La pareja se convierte en el lugar donde las contradicciones institucionales culturales económicas etc. son revertidas al plano de lo personal; el último territorio donde se espera resolver “el fatum secular de la desigualdad entre los sexos”; el ámbito donde se intenta resolver la tensión entre, por una parte, la necesidad de afecto y de seguridad y, por otro, la aspiración a la autorrealización, a la búsqueda de la identidad, al desarrollo de las capacidades personales, a la necesidad de “seguir en movimiento”. La pareja, el hogar, se convierten en el último refugio donde anegar la frustración asociada a la soledad, al aislamiento aniquilador al que conduce el individualismo contemporáneo y sus dictados.

Se busca en la pareja, todo lo que se ha ido perdiendo en los demás entornos. Pero sometida a tan desmesuradas exigencias, la pareja quiebra con frecuencia. La familia unitaria para toda la vida que recoge en sí las las biografías paternas de hombres y mujeres se convierte en el caso límite, y la regla es una oscilación (específica de las fases de la vida) entre diversas familias de duración limitada o entre formas no familiares de la convivencia (Beck, 192).

Las consecuencias de este modelo intrafamiliar de individualización también repercuten en las relaciones con los hijos y en el ejercicio de la autoridad en el proceso educativo. Según Beck, en el marco de unas relaciones de pareja fragilizadas, el hijo se convierte en la última relación primaria que queda, irrevisable, inintercambiable. La pareja viene y va, el hijo permanece… Al volverse quebradizas las relaciones entre los sexos, el hijo consigue el monopolio sobre la relación de la pareja vivible, sobre una satisfacción de los sentimientos, que en otros ámbitos es cada vez más rara e incierta. En el hijo se cultiva y celebra una experiencia social anacrónica, que con el proceso único. El hijo se convierte en el último recurso contra la soledad que los seres humanos pueden emplear frente a las posibilidades amorosas que se les escapan. Es la manera privada de reencantamiento…(Beck, 197)





El problema es qué ocurre cuando el hijo es visto más como una fuente de gratificaciones emocionales que como un ser que precisa ser formado, corregido, educado. Seguimos necesitando contener y redirigir la impulsividad de los niños. ¿Quién ejerce ahora la función de limitación, de defensa de la norma, de estímulo para asumir responsabilidades? Sin duda, hay que recuperar esa perspectiva y, si estamos transitando a un mundo de progenitores indiferenciados –ni “padres”, ni “madres”-, habría que reintegrar las funciones antes ejercidas por los padres en la nueva figura del progenitor masculino o femenino. Algunos dicen que los nuevos papás están haciendo sobretodo de mamás –al modo del antiguo reparto de roles- y que los niños han pasado a tener dos mamás. En la escuela ocurre algo parecido. Incluso hay quien vislumbra una inversión de roles. Continuará…

jueves, marzo 22, 2007

El amor que vence al mal

Me gusta asociar el amor a una fuerza heroicamente afirmativa que contra todo pronóstico vence al mal, porque consigue romper el curso de un pensar atrapado en su ruido doliente y acelerar la reemergencia del bien, sin reclamar compensaciones. Frente a una razón calculadora casi siempre lastrada por sutiles pasiones destructivas, el amor es un inteligente acto de rebeldía, que consigue la victoria del bien sin el alivio que proporciona el castigo del mal. El ejercicio del amor así entendido apuesta por el perdón incondicional como única opción superadora. Es un amor arriesgado, gratuito, incomprensible, que no busca éxito, ni reconocimiento. Es una apuesta osada por la bondad, que confía sin ingenuidad en el prójimo, en su instancia más noble, que confía cuando menos en el sentido profundo de tal proceder, en la belleza del gesto. No hay candor en un amor semejante, sino profunda sabiduría.